Un Terapeuta Hipnólogo le Hizo Trasponer los Umbrales de la Conciencia

Sofrologia Hipnología : «Yo fui Hipnotizada»  Hipnoterapia Sofrologia Una redactora de Misterios vivió una experiencia alucinante. Un terapeuta hipnólogo sofrólogo le…

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«Yo fui Hipnotizada»

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Una redactora de Misterios vivió una experiencia alucinante.
Un terapeuta hipnólogo sofrólogo le hizo trasponer los umbrales de la conciencia para que pudiera acceder a mundos psíquicos ya olvidados.

Allí su cuerpo perdió peso y su mente hizo aflorar sus recuerdos más ocultos. ¿Cómo son esos profundos abismos del inconsciente?
Hipnosis ¿Para qué sirve ese trance? ¿Es peligroso? ¿Qué se gana? ¿Qué se pierde?

La Hipnosis es un acto de mutuo entendimiento, esto quiere decir que para que ocurra debe existir deseo y voluntad en quien se pone frente a un hipnólogo  sofrólogo con el fin de entregarse a ese dulce, inefable adormecimiento que es la parte visible de esta vieja, discutida técnica.

La lógica, que no siempre desempeña un papel primordial en lo que sucede en nuestra mente, me decía que yo jamás aceptaría ser hipnotizada.
Además, estaba totalmente dispuesta a no debatir ese tema conmigo misma. Mantuve esa posición respecto a la hipnosis, durante muchísimos años de mi vida.
Pero el transcurrir del tiempo cambia las ideas excesivamente cristalizadas y enriquece el pensamiento.
Al desterrar, además, algunas ansiedades y prejuicios, descarté también ese costado teatral que para muchos tiene la hipnosis. Injusta fama circense -ahora lo comprendo- que ahuyenta a quienes realmente podrían necesitarla como terapia.

Debo confesar, sin embargo, que muchas veces acudió a mi mente la gratificante idea de conseguir, por medio de alguna inducción, una relajación perfecta y voluntaria que me permitiera terminar, aunque sea temporariamente, con las pequeñas pero molestas preocupaciones cotidianas.
Es cierto que la relajación, por sí misma, no resuelve los problemas. Pero siempre creí que quizá a uno lo eso lo ayudaría a modificar más de un punto de vista, a partir del cual sería posible entenderse mejor con las dificultades.
Cumplí años a comienzos de 1992.

No diré que eso me produjo un gran disgusto, pero me sirvió (con un poco de melancolía, eso sí) para recuperar un montón de recuerdos de mi infancia.
Cosas que creía olvidadas y a las que jamás les había dado mucha importancia.
Junto con los recuerdos, también estaban los dolores pasados, las asignaturas pendientes, los planes y las alegrías.

Todo un conjunto de cuestiones que tensan el presente y enturbian los días que están por venir, cargándolos de presagios.
Sumergida en esos torbellinos de la memoria, llegué al consultorio del Doctor Carlos Malvezzi Taboada, una tarde del mes pasado, en la que el calor apenas dejaba respirar.
Lo primero que me llamó la atención fue que el lugar tenía mucho en común con otros consultorios de médicos, dentistas o psicoanalistas a los que yo había concurrido.

Había grandes cantidades de libros puestos en altas bibliotecas, en cuyos estantes, además, se veían fotos familiares, recuerdos de viajes y pequeños amuletos.
En las paredes colgaban diplomas, había plantas, flores y teléfonos de esos que suenan todo el tiempo, a lo cual se agregaba la presencia tutelar de la inevitable secretaria, portadora de agenda completa e inexpugnable.

El hecho que ese lugar se pareciera por su confort y su estética, a tantos otros que me eran familiares, fue algo que me permitió ganar confianza.
Un ondulante sillón, de esa clase que permite al cuerpo encontrar posiciones poco comunes pero muy cómodas, me atrajo poderosamente.
Aunque sabía que no era necesario que me sentara en él para llevar a cabo mi sesión de hipnosis, me propuse probarlo. Apenas recliné mi cabeza en el respaldo, el Dr. Malvezzi Taboada comenzó a contarme la historia del artesano que había hecho el diván y de lo mucho que le gustaba tenerlo.

Con voz pausada y monocorde, luego de la puntillosa, sorprendente descripción del sillón, me explicó lo que estaba pasando con mi cuerpo en ese momento. «Su sangre -dijo- está fluyendo más suave ahora, muy suavemente.
Llega a todos los rincones del cuerpo, a cada porción de sus tejidos. Sus pies ahora son livianos, tan livianos y tibios como un vellón de lana. Igual que sus piernas…, sus pantorrillas…, sus muslos… Están más livianos. Cada vez está más lejos esa sensación de cansancio y dolor».

Cuando yo ( a su influjo) había recorrido mentalmente mi cuerpo, siguiendo esa orden tan particular de aflojarme y dejar que la sangre fluyera y los músculos perdieran el peso que arrastramos, muchas veces con dolor, el hipnólogo me pidió que cerrara los ojos.
En ese mismo instante supe que mi cuerpo estaba totalmente borrado del espacio físico que ocupaba. Se había vuelto etéreo.
Mi mente, en cambio, estaba atenta y lúcida, percibía todo lo que sucedía y mantenía pleno control de la situación y del tiempo. Al menos así me parecía.
Cuando supo que yo realmente había conseguido el relajamiento físico, comenzó a trabajar con mi mente. Las suaves sugestiones de su voz me hicieron me hicieron anticipar que yo iba a emprender, aunque sin proponérmelo, un pequeño viaje por el interior de mi misma.
Siempre los viajes resultan agradables, pero debo reconocer que me inquietó un poco el camino que iba a recorrer mi memoria junto con el Dr. Malvezzi Taboada.

Con el mismo tono neutro de voz, como si me estuviera leyendo la mente, el terapeuta describió una serie de lugares y sensaciones que yo había vivido en mi infancia.
La absoluta coincidencia que había entre su relato y los hechos reales (que él no podía saber de ninguna manera), me hicieron caer en un encantamiento sin par.
Se está viendo cuando tenía 6 años de edad -siguió diciendo-.
Es una mañana de otoño y hay mucha luz.
Está parada delante de una puerta y al lado suyo hay otros chicos acompañados por sus padres.
Usted lleva un guardapolvo muy almidonado.
Tiene un enorme flequillo levantado sobre la frente con una hebilla para que no le moleste.
Al entrar al edificio, y caminar por primera vez por esos pasillos enormes, anchos y lustrosos le da un poco de miedo.

Todo queda muy lejos, todas las caras son nuevas, no sabe el nombre de nadie, apenas el de la maestra.
El aula está llena de figuras que alguna vez vio en las revistas: animales, flores, una enorme lámina de la cordillera de los Andes.

En un costado del escritorio hay una bandera argentina descolorida. La maestra comienza con la primera lección. Está enseñando a dibujar la letra a.
Para usted esa tarea es una gran batalla, la primera de su vida. Le resulta muy complicado. Piensa que tendrá que ensayar mucho hasta poder hacerla.
Primero dibuja un redondel y después una patita.
El redondel siempre sale torcido, muy acostado, otra vez torcido y así hasta que logra que se parezca a un cero.
Eso está muy bien, pero todavía le falta la patita.
Se dibuja para el mismo lado que la mano que escribe, no debe ser muy larga…pero tiene que verse en forma clara. Finalmente, el redondel y la patita salen bien.

Cuando se termina de aprender la primera letra, uno siente un peso muy fuerte sobre la cabeza, en su cabeza tan chiquita, de 6 años. Y ahí está esa enorme cantidad de letras del abecedario, que son muchísimas, y casi todas más difíciles que la a.

Después vendrán las vocales y los números. Habrá que aprender muchas lecciones más difíciles que la primera…, y así seguirá siempre la vida…, su vida. Pero nunca tendrá en las manos y en la piel aquella sensación de miedo que le dio la primera vez que tuvo, que tuvimos, que aprender algo.
Y lo que aprendimos. La a fue una gran hazaña, fue una batalla ganada con voluntad y esmero.
Después de ese día nada puede parecernos complicado… y siempre tenemos que recordar que somos capaces de superar todos los inconvenientes, por difíciles que parezcan.
Si aprendió a dibujar la letra a cuando era chiquita, ya nada puede ser tan difícil en la vida.
Así será siempre. Posible…, todo posible».

Cuando terminó ese relato, tan inocente, tan privado, tan emotivo -en el cual se mezclaban, ex profeso, los tiempos verbales y los sujetos-, la voz me ordenó a quedarme con la imagen de mis seis años.
Me dijo que hiciera la letra recién aprendida.
Que la dibujara tantas veces como fuera necesario, para que se grabara en mí como aquella vez.
Poco a poco la voz, que antes me parecía lejana o en un segundo plano, fue acercándose.
Me dijo que podía empezar a respirar normalmente.
Me pareció que también la circulación de la sangre se aceleraba más y más.
Y que el cuerpo, muy descansado y flojo, pertenecía otra vez a este mundo.
Esa noche dormí con una gran paz!

Después vinieron algunos episodios complicados, que, sin embargo, pasaron dulcemente, con placer.
Con esa seguridad que da saber una cosa desde siempre.

 

María Teresa Ferrari